Salió embarazada de un compañerito de la escuela. A su corta edad, lo que debería haber sido un momento de protección y acompañamiento se convirtió en una pesadilla. En lugar de recibir apoyo, fue silenciada. Él, junto con su padre, la desaparecieron. La arrancaron de su entorno, de su inocencia, de su derecho a vivir y a decidir. Lo hicieron para ocultar la existencia de un hijo que no querían asumir, y en su cobardía cometieron lo peor.
Es imposible subir imágenes que representen este horror, pero aún con palabras se puede sentir el peso de la injusticia. El ser humano, que presume de razón y moral, parece perder su esencia con cada acto como este. ¿Qué clase de mente enferma es capaz de justificar la violencia contra una niña para esconder una verdad incómoda? ¿Hasta dónde hemos llegado cuando un hijo se convierte en una amenaza y una vida en un estorbo?
El que debió convertirse en padre y, eventualmente, abuelo, eligió otro camino: el de la destrucción, el de borrar una vida para silenciar otra. En lugar de proteger, se volvió ∆S£SIN0. Y lo más triste es que no es un caso aislado. Historias como estas se repiten en distintas partes del mundo, donde el miedo, la vergüenza o la tradición se imponen sobre la compasión, la justicia y la vida.
Nos preguntamos, con el corazón hecho trizas: ¿Qué es lo que realmente nos separa de los cuadrúpedos? Porque si el raciocinio no nos impide actuar peor que bestias, entonces no somos superiores por pensar, sino más peligrosos por hacerlo sin alma. La sociedad necesita despertar. Porque cada niña perdida es un grito que el mundo parece ignorar. Y cada silencio cómplice nos aleja más de la humanidad que decimos defender.
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