Un hombre regresaba a casa después de una larga jornada laboral. Tomó el autobús como todos los días, quizás pensando en descansar, en ver a su familia o en disfrutar la cena que lo esperaba. Sin embargo, el destino tenía preparado un giro inesperado y cruel: en medio del trayecto, sufrió un paro cardíaco que le arrebató la vida de manera repentina. Entre el bullicio cotidiano del transporte, su respiración se apagó sin que pudiera despedirse.
Cuando las autoridades llegaron al lugar para inspeccionar la escena, encontraron su teléfono celular en el asiento, aún encendido. En la pantalla se veía un nombre familiar y conmovedor: “Su esposa le llamaba”. A un costado, varias notificaciones de mensajes de WhatsApp permanecían sin leer. Eran pequeñas señales digitales de alguien que lo buscaba con preocupación, sin saber que nunca obtendría respuesta.
Los mensajes eran de ella, de la mujer que lo amaba y lo esperaba en casa. Había preparado la cena, como quizá lo hacía cada noche. Notó que se estaba tardando más de lo habitual y decidió llamarlo, insistiendo una y otra vez, con la inocente esperanza de escuchar su voz. Sin embargo, en ese mismo momento, el hombre ya había dejado de existir. La vida le había arrebatado la posibilidad de volver a tocar su puerta.
Este trágico episodio es un recordatorio doloroso de lo frágil que puede ser nuestra existencia. Nunca sabemos cuándo será la última vez que veremos a alguien, que escuchemos su risa o que podamos decirle cuánto lo queremos. Las rutinas diarias, las prisas y las preocupaciones nos hacen olvidar que, en un segundo, todo puede cambiar para siempre.
Por eso, nunca te guardes un “te quiero”, un abrazo o una llamada. No pospongas las palabras y gestos que podrían convertirse en recuerdos eternos para alguien. La vida no avisa y no siempre nos da segundas oportunidades. Haz que las personas que amas lo sepan hoy, porque mañana… puede que ya sea demasiado tarde.
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